martes, 19 de marzo de 2024
Biblioteca de Silos. Vacía

Volver un paso atrás Escuchar el texto más menos Enviar por email Imprimir

2. El abad.

El título de abad.
     1 El abad que es digno de presidir un monasterio siempre debe acordarse de cómo se le llama y justificar con obras el nombre de superior. 2 Pues creemos que hace las veces de Cristo en el monasterio al darle el mismo título, 3 como dice el apóstol: Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre). 4 Por tanto, el abad no ha de enseñar, establecer o mandar nada que se aparte de lo mandado por el Señor 5 sino que sus mandatos y doctrina deben derramarse en el corazón de sus discípulos como levadura de la justicia divina. 

Responsable ante Dios.
     6 Tenga siempre presente el abad que tanto su doctrina como la obediencia de sus discípulos serán examinadas en el tremendo juicio de Dios. 7 Y sepa el abad que el pastor será el responsable de cuanto el Padre pueda encontrar de menos provechoso en sus ovejas. 8 Solamente cuando haya aplicado todos los remedios a su mal comportamiento y agotado todo su celo de pastor con su rebaño rebelde o desobediente 9 será declarado inocente como pastor en el juicio de Dios. Y podrá decirle al Señor con el profeta: No me he guardado en el pecho tu defensa, he contado tu fidelidad y tu salvación, pero ellos me rechazaron con desprecio. 10 Entonces la muerte será el castigo de las ovejas rebeldes a sus cuidados. 

Enseñe con el ejemplo.
     11 Por tanto, cuando alguien acepta el título de abad debe instruir a sus discípulos de dos maneras: 12 enseñando todas las cosas buenas y santas antes con hechos que con palabras. De este modo a los discípulos capaces les propondrá con palabras los mandatos del Señor y, en cambio, a los duros de corazón y simples les mostrará los mandatos divinos con su ejemplo. 13 Y, a la inversa, cuanto enseñe a sus discípulos ser perjudicial, demuestre con su conducta que no se debe hacer, no sea que, después de predicar a los otros, lo descalifiquen a él. 14 Y un día, por pecador, le diga Dios: ¿Por qué recitas mis preceptos y tienes siempre en la boca mi alianza, tú, que detestas mi enseñanza y te hechas a la espalda mis mandatos?. 15 Y ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?. 

No haga distinción de personas.
     16 No haga distinción de personas en el monasterio. 17 No ame más a uno que a otro, sino a quien vea que se porta mejor en la obediencia y buenas obras. 18 Si alguien que ha sido esclavo se hace monje no se le anteponga el que ha sido libre, a no ser que haya otra causa razonable. 19 Pero si al abad le parece justo hacer distinciones hágalas en cualquier rango. En caso contrario, guarden la precedencia, 20 porque tanto el esclavo como el libre, todos somos uno en Cristo y prestamos un mismo servicio bajo el único Señor, porque Dios no es parcial con nadie. 21 Lo único que ante él nos diferencia es que nos vea humildes y mejores en el obrar que los demás. 22 Tenga, pues, igual caridad para con todos y aplique a todos la misma disciplina según sus méritos. 

Exigente y amable.
     23 En su enseñanza el abad deberá observar siempre aquel modelo apostólico que dice: reprende, reprocha, exhorta. 24 Es decir, mezclando el rigor con la dulzura, según las circunstancias, manifieste ya el afecto exigente de un maestro, ya el afecto cariñoso de un padre. 25 Resumiendo, a los indisciplinados y rebeldes los debe corregir con mayor dureza. En cambio a los obedientes, mansos y sufridos animarlos para que vayan a más. Pero advertimos que reprenda y castigue a los negligentes y despectivos. 

No encubra los pecados.
     26 No encubra los pecados de los transgresores, sino que, tan pronto como empiezan a brotar, los arrancará de raíz con habilidad, acordándose de la condena de Helí sacerdote de Silo. 27 A los más virtuosos y sensatos amonésteles una o dos veces. 28 Pero a los malos, recalcitrantes, soberbios y desobedientes corríjalos con látigo u otro castigo corporal en cuanto se manifieste el vicio, sabiendo que está escrito: El necio no se enmienda con palabras. 29 Y también: Dale con el palo a tu hijo y librarás su alma de la muerte. 

Se le encarga guiar almas.
     30 Recuerde siempre el abad lo que es y cómo le llaman, sin olvidar que a quien más se le confía más se le exige. 31 Sepa qué difícil y arduo encargo ha recibido de guiar almas y servir a temperamentos tan variados, halagando a unos, reprendiendo a otros, persuadiendo al resto. 32 Y se deberá adaptar a todos, según el modo de ser o inteligencia de cada uno, no sólo para no perjudicar al rebaño que le ha sido encomendado, sino para que de veras pueda alegrarse al verlo crecer en la virtud. 

Buscad primero el reino de Dios.
     33 Sobre todo, no pase por alto o descuide la salvación de las almas que le han sido encomendadas, ocupado en cosas pasajeras y terrenas, 34 sino recuerde siempre que ha recibido almas que guiar, de las que tendrá que rendir cuenta. 35 Y, para que no le sirva de excusa la falta de medios, recuerde que está escrito: Sobre todo buscad el Reino de Dios y su justicia, lo demás se os dará por añadidura. 36 Y también: Nada les falta a los que le temen. 

En el juicio dará cuenta.
     37 Tenga muy claro que quien aceptó guiar almas debe prevenirse para dar razón de ellas. 38 Y esté seguro que el día del juicio, a la cuenta que por su propia alma tenga que rendir al Señor, deberá añadir la de todas y cada una de las almas de cuantos hermanos han sido puestos bajo su cuidado. 39 Así, temiendo siempre el futuro examen del pastor sobre las ovejas a él confiadas, a la vez que vela por el bien ajeno, se cuidará también del propio. 40 Y al procurar con sus advertencias la enmienda de los demás, él mismo se corregirá de sus vicios.


« 1. Clases de monjes. 3. El consejo. »